Eran las seis y veinte de un martes 14 de abril
Día 19.4.12
Los tranvías
se habían ido quedando parados, no había lugar para uno más, ni dentro de ellos
para un ser viviente más, ni sobre su techumbre, ni sobre el tejadillo de la
Estación de Metro, ¡oh, cómo les envidiaban, eran los privilegiados!
Se
enracimaban los cuerpos humanos en los balcones, de pie en los barandales;
festoneaban los áticos de todos los edificios, se erguían como bandadas de
cigüeñas en los tejados, buscando respaldo en las chimeneas. Y seguían, seguían
viniendo; más no era posible, sin codazos, pisotones, tropiezos.
Llegaron aún
unas oleadas desde las calles Mayor y Arenal, y como el viento en un campo de
trigo, se extendió la onda sonora: “Se ha ido, se acaba de ir, ahora, en este
momento”... Y en este momento todas las cabezas se alzaron hacia arriba, hacia
el Ministerio de la Gobernación; se abrió el balcón, apareció un hombre, un
hombre solo, alto, vestido de oscuro traje ciudadano; sobrio, dueño de sí, izó
la bandera de la República que traía en sus brazos y se adelantó un instante
para decir unas pocas palabras, una sola frase que apenas rozó el aire, y
levantando los brazos con el mismo gesto sobrio, en una voz más sonora, como se
cantan las verdades, gritó: “¡Viva la República!” “¡Viva España!”.
Y como una
sola voz de mil registros, llenó el aire, subió hacia las nubes blancas,
redondas, que habían venido también, no acababa de extinguirse y en tonos
diferentes, en cien registros como en un gigantesco y nunca oído órgano en una
coral, que entonaba todo un pueblo, subía la voz a las nubes, y volvía a bajar
y así el aire estuvo lleno de esos gritos, que aunque ya no hubieran repetido
estarían allí llenándolo todo.
El cielo de
abril dejaba caer su luz blanca, azul y blanca hasta tocar transfigurando a la
multitud. La luz era también de mil reflejos, en un blanco único toda la
infinitud que hay en el blanco.
En la
blancura destacándose, perfilándose en el cielo. Alta, alta, ondeaba la bandera
republicana, ahora ya del todo desplegada.
Y mirándola,
fijó los ojos en el reloj de la torre.
Eran las
seis y veinte.
Las seis y
veinte de la tarde de un martes 14 de abril de 1931.
María Zambrano, "Delirio y Destino".
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