LA DICTADURA DE LOS TECNÓCRATAS
Alberto Garzón - 26 octubre 2012
A veces la
vida te da el mismo día dos inmensas tortas en forma de cruel ironía.
La primera.
Esta semana debatíamos los presupuestos generales en el Congreso, y mientras
escuchaba a Montoro encontré sepultada una noticia que afirmaba que el Banco
Central Europeo había secundado la petición del ministro alemán de finanzas,
Wolfgang Schäuble, de crear la figura de un supercomisario europeo con
capacidad de vetar los presupuestos de los países de la Unión Europea. Tal
cual.
La verdad es
que la noticia pasó sin pena ni gloria, muy a pesar de su importancia. Con esta
nota el Gobierno alemán –y su brazo armado, el BCE–, estaba reconociendo su
propósito de consolidar un ordenamiento institucional profundamente
antidemocrático y que hasta hace unas décadas solo podían defender, sin ser
reprobados públicamente, los economistas ultraliberales de la escuela de Hayek.
Hoy, con absoluto descaro y sin apenas oposición, el triunfo de los tecnócratas
parece evidente.
En Europa
existieron una vez los federalistas. Personas como Monnet y Delors aspiraban a
disputar la hegemonía política y económica a Estados Unidos logrando enfrentar
a aquel capitalismo salvaje un capitalismo de rostro humano. Para ello se
requerían instituciones políticas similares a las estadounidenses, con un
sistema presidencial con su Parlamento, su tribunal de justicia y sus
protocolos de democracia electoral. Pero todo esto nunca existió; fue un mito
cargado de ingenuidad.
En Europa sí
existieron, por el contrario, las alianzas intergubernamentales de países que
buscaban fortalecerse a través de pactos de convergencia de intereses
económicos. El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial condicionó las primeras
alianzas, comenzando por la Comunidad Europea del Carbón y del Acero iniciada
en 1951 para evitar futuros conflictos bélicos en Europa. La fortaleza política
de Francia y la fortaleza económica de Alemania permitieron desde entonces que
estas dos potencias pilotaran en todo momento la integración europea, haciendo
y deshaciendo a su antojo.
Sin embargo,
el ascenso del neoliberalismo en Europa permitió esquivar la decisión de elegir
entre uno u otro modelo. Entre federalismo y sucesión de pactos nacionales era
mucho mejor quedarse con la dictadura de los tecnócratas y ahorrarse
quebraderos de cabeza. Esta dictadura, ya vigente, tiene unas sólidas bases
filosóficas. En particular, la base de dividir a la población en dos partes.
Por un lado están los técnicos ideológicamente neutrales, que saben lo que les
conviene a las masas porque ellos no son ni de izquierdas ni de derechas.
Exactamente son como Almunia. Por otro lado están las masas, que son un ente
abstracto irracional e irresponsable y cuyas emociones y deseos hay que
neutralizar de alguna forma. Esos somos nosotros.
En realidad
todo esto lo dijo Hayek ya antes de la Segunda Guerra Mundial. Según su visión
había que evitar que las masas, deseosas de redistribuir riqueza y de dejarse
llevar por líderes de tendencia socialista –y, según él, aproximadamente todos
cumplían con ese perfil–, pudieran influir en decisiones que afectaran a los
sacrosantos derechos de propiedad. Por eso urgía elevar instituciones que los
mortales no pudieran tocar.
El problema
es que Hayek no tenía mucho gusto por los detalles, así que fueron los
neoliberales europeos de finales del siglo pasado los que diseñaron la
arquitectura final. Y con Maastricht en 1992, aprobado con los votos a favor de
la generosamente autodefinida socialdemocracia, la caricatura de una Europa
democrática que envolvía a la dictadura de los tecnócratas estaba en marcha.
Desde
entonces el Parlamento Europeo realmente existente es, como diría Perry
Anderson, una asamblea merovingia o un teatro de sombras. O un mal chiste, si
somos más coloquiales. El verdadero castillo está en la Comisión Europea y en
el Banco Central Europeo, cuyo propósito es cortocircuitar los debates
nacionales para acabar imponiendo lo que, dicho otra vez coloquialmente, les dé
la real gana. Y eso que imponen es, a pesar de sus notables esfuerzos por ser
neutrales, calcado a las propuestas neoliberales que nacen en la fantasiosa
visión del mundo de los economistas neoclásicos.
Segunda
ironía. Resultó que el mismo día también me dio por acudir a la Comisión de
Economía del Congreso, donde soy portavoz. Allí el Gobierno nos explicaba a los
diputados de la oposición que en el debate sobre el banco malo y las
participaciones preferentes podríamos debatir y negociar todas aquellas
enmiendas que no afectaran a las decisiones previamente dictaminadas por la
troika*. Prometo que noté en la cara de algunos un gesto bien claro de
complacencia que venía a decir: ¡Para que luego digáis que no tenemos
democracia!
* Formada
por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario
Internacional.
Fuente: www.publico.es
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