Lucidez, cultura y democracia
Artículos de
Opinión | Antonio Fernández Vicente * | 25-11-2012 |
A veces
habría que invertir el canon clásico del arte y, en lugar de que éste imite a
la realidad, sea ésta la que imite las creaciones artísticas. Hoy en día,
cuando tanto se discute sobre intervenciones, el golpe de efecto vendría dado
como consecuencia del intervencionismo de los propios ciudadanos en la
transformación radical de las hojas de ruta que regulan nuestro vivir
colectivo. Las elecciones en Grecia, donde las rupturas con las políticas de
austeridad del partido Syriza no han alcanzado el poder son una muestra de cómo
la inercia del conformismo perpetúa las situaciones, por inicuas que sean. En Francia,
el candidato Mélenchon tampoco obtuvo un respaldo suficiente. En España, el
Partido Popular ha obtenido óptimos resultados en Galicia. En las elecciones
catalanas, otro tanto ocurre con partidos que son responsables directos de la
injusta situación de muchos de aquellos que voluntariamente les otorgan el
poder a través de su voto. Uno no deja de recordar el discours sur la
servitude volontaire de Étienne de la Boétie: si somos sojuzgados es porque
nosotros mismos contribuimos con nuestras decisiones a imponernos las cadenas.
Servidumbre voluntaria. Sin nosotros, el poder no es nada. Frente a una
ciudadanía hipnotizada en efecto por medio de los discursos políticos,
mediáticos que encantan la realidad y ocultan su raíz perversa, urgen visiones
alternativas, nuevos modos de estar juntos, de pensar y de construir que
contengan lo que Ernst Bloch denominaba “principio esperanza”. En movimientos
como el 15M, democracia real ya o en asociaciones como PAH (plataforma de
afectados por la hipoteca) ya atisbamos un resurgimiento de tal impulso
utópico. Sin embargo, siempre que se trate de minorías, es insuficiente para
transformar la vida política.
En este
artículo, recuperamos las ideas plasmadas en Ensayo sobre la lucidez
(2004) del escritor portugués José Saramago. Se trata de advertir cómo en las
narraciones literarias se nos presentan ejemplos concretos de variaciones al
curso de los acontecimientos. ¿Cómo cambiar el sistema político? La literatura,
sin caer en el relativismo, nos ayuda a oponer a lo que es, lo que no es aún y
podría e incluso debería ser. Es la valeur esprit de Paul Valéry. Hay
que concebir el libro, en genérico, como un buen amigo que aconseja, nos
reprueba cuando es preciso y marca senderos borgianos que se bifurcan. Hay que
impulsar el pensamiento en subjuntivo, el de quienes no se adaptan a los
presupuestos dictados por otros, por la Troika, por las instituciones
financieras, los Mercados y, en última instancia, por sus edecanes en que se
han convertido gran parte de los partidos políticos.
Escribía
Theodor Adorno en “Spengler tras la decadencia”: “Contra la decadencia de
Occidente no está la cultura resucitada, sino la utopía que pregunta sin
palabras en la imagen de la cultura en decadencia”. Es preciso pensar y
construir nuestro presente desde la diferencia, desde la variación de caminos
posibles. El estéril determinismo de la doctrina TINA (There is no
alternative) conduce, sin duda, a la opresión y la cómoda sumisión a las
leyes inmorales que dictan aquellos que detentan el poder. En este encuentro
con lo otro, la literatura en particular y el arte en general ofrecen nuevas
cosmovisiones que se alejan, sin duda, de los enfriamientos del entretenimiento
televisivo, de las maniqueas cartografías de los diarios de referencia.
La lucidez
de la variación
Cuanto más
lúcidos somos, menos tendemos de modo irrevocable a repetir esquemas de vida
que nos perjudican. Sin duda, nadie podrá rebatir la idea de que del buen
conocimiento, del juicio cabal se obtiene la claridad de discernimiento que
rompe con las inercias. El pensamiento y la reflexión nos alejan, a marchas
forzadas, de la jaula de las primeras impresiones. Es el momento demiúrgico
dedicado a pararse en seco, mejor aún en soledad que en compañía, aunque esta
soledad esté poblada a buen seguro de ideas y estímulos que provienen de otros,
hallados en espacios y tiempos dispares. Detenemos el flujo incesante de
acontecimientos. Congelamos sucesos continuos y fugaces para escudriñar sus
relaciones de causalidad. Asociamos, por ejemplo, el ataque especulativo de
grupos de inversión privados con el desmantelamiento de Estado del Bienestar.
Identificamos los vínculos entre los políticos gobernantes y las instituciones
financieras a quienes salvaguardan. Entendemos su lógica, por muy ilógica que se
revele. Y de esta manera nos hacemos acreedores del poder de variar el curso de
peripecias que se cernía sobre nosotros, de antemano, determinado.
De la
lucidez nace la variación. Por la lucidez dejamos de padecer de modo pasivo
todo aquello que nos sucede. Por ella, nos transformamos en sujetos de acción,
en agentes de nuestro destino y, remedando a David Copperfield de Dickens, en
héroes de nuestra propia vida, de nuestro relato. Es un acto creativo que
soslaya y suspende las corrientes de imitación, las homologaciones que
reproducen y hacen de la vida toda una eterna repetición de lo Mismo. Como en
el poema de Kavafis,
sigue un día
monótono a otro día igualmente
monótono,
idéntico. Las mismas
cosas
sucederán de nuevo, una y otra vez
las mismas
circunstancias nos toman y nos dejan.
El lector
adivinará que esta es una de las prerrogativas de la ciencia: comprender,
establecer nexos y asociaciones entre fenómenos que precisan de una mirada
atenta y pausada para desvelar sus secretos. Descubrimos el lenguaje del libro
de la naturaleza baconiano e inventamos otro nuevo mundo a partir del ya
existente. El cometido de la ciencia es también el del arte: transformar desde
la conciencia. O, como sentenciaba Paul Klee, no reproducir lo visible, sino
hacer visible lo invisible. Una de las tareas de la literatura, de la buena
literatura, se centra en esta labor de germinación de las latencias que, por
acostumbradas, pasan desapercibidas a nuestro intelecto. En la experiencia de
la lectura en solitario, no solamente reflexionamos sobre sucesos que acaecen a
diario, sobre rutinas y modelos concretos de comportamiento que podrían, o
deberían mejor dicho, suprimirse, cambiarse por otros. La lectura proporciona
también el escenario idóneo para el examen de sí mismo. Es la ocasión para
cuestionar los prejuicios en que basamos nuestro pensamiento, nuestras
decisiones y prácticas.
A través de
los universos de ficción, a veces se nos presenta con más claridad y mayor
nitidez el espíritu de una época, como por ejemplo el monumental Hombre sin
atributos de Robert Musil. ¿Quién no se ha sentido aludido en sus
confrontaciones internas al devorar los angustiados diálogos solipsistas de
Raskolnikov? ¿Hay algo, acaso, que más nos concierna que la críptica relación
con la muerte desplegada en los relatos de Poe? ¿Qué decir de los itinerarios
de viajes, geográficos y al tiempo espirituales, en el Nostromo de
Joseph Conrad? ¿Quién no se identifica con el destino ineluctable y obsesivo
que a sí mismo se da el capitán Ahab, en Moby Dick de Herman Melville?
¿Acaso alguien no ha soñado alguna vez, incluso despierto, con ínsulas edénicas
sanchopancescas, que se oponen a la miseria de las realidades presentes? Hay
que atribuir a esos mundos no existentes en la realidad el poder performativo
de configurar nuevos modelos de vida. Se trata de inéditas alternativas, ya
presentes como posibilidad en las condiciones actuales, pero que precisan de
una plasmación concreta. La literatura debe conducir necesariamente a
traducciones en el campo práctico. Son mapas para orientarnos en la vida. De lo
contrario, es simple papel mojado.
La lucidez
del voto en blanco
En Ensayo
sobre la lucidez, José Saramago ofrece el contrapunto dialéctico de la
ceguera en la que la guerra de todos contra todos tomaba dimensiones
apocalípticas. Su planteamiento altera las corrientes masivas que sostienen,
por conformismo, la ilusión democrática. Imaginemos el siguiente escenario: la
capital de un país en elecciones, bajo la parafernalia de las campañas
propagandísticas de los distintos partidos en liza. Para sorpresa del estamento
político, la mayoría de los ciudadanos decide votar en blanco. No se trata de
abstenciones, sino de la voluntad manifiesta de oponerse al estado de cosas de
un modo radical y sin ambages. Resulta un enigma incomprensible para los
gobernantes en tanto con anterioridad no se advirtió movimiento ciudadano
alguno que hiciese prever tal desarrollo de hechos. Simplemente, se supone que
los votantes han tomado conciencia de que “alguien ha firmado el contrato por
ellos mismos”. No ha habido barómetro demoscópico que tomase el pulso y pudiese
reconducir las opiniones de los ciudadanos. Simplemente, la desafección hacia
la política se ha encarnado, al fin, en un desafío electoral de la ciudadanía.
Como es
obvio, desde el momento en que los resultados de un proceso democrático
perjudican a las clases en el poder, se tiende a repetir los comicios. Lo que
era concebido como un error por los gobernantes se acentúa en una segunda
vuelta. Más votos en blanco. He aquí una desviación respecto del curso
“correcto” del acontecer. El juego democrático no admite modificaciones
sustanciales de la lógica del sistema. Así lo reconoció Saramago en pleno
éxtasis del capitalismo especulativo, en 2004.
La ficción
de Saramago proyecta la reacción de los gobernantes ante tal desafío de la
población. El abandono de la ciudad por las autoridades institucionales tiene
por objetivo demostrar que en la ciudad, sin el ejercicio del poder por parte
de los gobernantes y sus fuerzas de seguridad, reinaría el caos. Sin embargo,
para sorpresa de la jerarquía, la convivialidad y la cotidianidad pacífica se
hacen patentes. Aquí sitúa Saramago un contrapunto con el Ensayo sobre la
ceguera, donde enfermedad contagiosa que ciega es fuente, a su vez, de las
iniquidades y violencias más terribles. Frente a los desequilibrios de poder, a
las servidumbres y esclavitudes de la ceguera, la buena socialidad de la
lucidez.
¿Qué hacer
cuando el proceso democrático reconoce las esenciales carencias del propio
sistema? Tanto el gobierno como sus aliados en labores de propaganda, es decir,
los medios de comunicación, tratan de buscar culpables, cabezas visibles de la
insurgencia para poder desacreditarlos y reprobarlos públicamente. Se pone en
marcha la maquinaria de la construcción vertical de la opinión pública.
Asimismo, llegan a intentar crear un estado endémico de inseguridad, mediante
el terrorismo atribuido a esos grupos imaginarios subversivos o a través de la
declaración del estado de excepción. Los resultados de la voluntad popular no
son acatados por la clase política cuando éstos son contrarios a sus propios
intereses.
Enseñanzas
para la variación
El ensayo de
Saramago que hemos comentado brevemente nos permite visualizar un mundo utópico
que rompe con la distopía de la ceguera. No se trata de grandes revoluciones
marcadas por la violencia de oprimidos contra opresores. Simplemente, a través
del uso de los instrumentos ya presentes en nuestro sistema democrático, es
posible conculcar o al menos hacer tambalear las estructuras de poder. El final
pesimista -o podríamos decir realista- del ensayo no hace sino poner en
evidencia los innumerables obstáculos que se interponen en la apropiación
ciudadana de sus destinos. No es tarea fácil despojar a quienes detentan el
poder de las atribuciones que nosotros mismos les hemos dado, por
consentimiento tácito y conformista.
La variación
nace aquí de la confluencia de percepciones y su posterior traducción en
voluntades políticas de transformar la situación actual. Podríamos plantearnos
de qué sirven todos los debates que se multiplican en televisiones -sigue
siendo el medio mayoritario para informarse-, tertulias radiofónicas, artículos
de opinión en prensa. Más valdría leer con atención el libro de Saramago y
reflexionar sobre de qué modo podemos verdaderamente subvertir las asimetrías
del poder. Habituados al cinismo político, urgen expresiones y acciones contra
el sistema que devalúa nuestros derechos; manifestaciones de otras formas de
convivencia que se enfrenten al capitalismo especulativo. Parafraseando otra de
las obras de Saramago, no hay que dejar que la caverna se adueñe de nuestras formas
de vivir. La primera caverna en abandonar debiera ser la mediática, la de los
medios que con sus discursos dan pretextos, legitiman un estado de cosas que
podría ser diametralmente opuesto. En esta primera caverna se juega a la
ilusión democrática, bajo la pretensión de soberanía del pueblo cuando, como es
obvio, las decisiones se toman en otros espacios de poder que no son el
Congreso o los parlamentos autonómicos. Y se toman estas decisiones para
preservar los intereses de los grandes grupos de capital por encima de los
intereses del conjunto de la ciudadanía. La deuda esclaviza. Soltemos los
grilletes.
* Profesor
de Teoría de la Comunicación en la Universidad de Castilla-La Mancha
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