05 junio 2013
Boaventura de Sousa Santos
Doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale y catedrático de Sociología en la Universidad de Coimbra
Doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale y catedrático de Sociología en la Universidad de Coimbra
La
relación entre democracia y capitalismo ha sido siempre una relación tensa, incluso
de total contradicción. El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado
por quien tiene capital o se identifica con sus necesidades, mientras que la
democracia, por el contrario, es el Gobierno de las mayorías que ni tienen
capital ni razones para identificarse con las necesidades del capitalismo. El
conflicto es distributivo: un pulso entre la acumulación y concentración de la
riqueza por parte de los capitalistas y la reivindicación de la redistribución
de la riqueza por parte de los trabajadores y sus familias. La burguesía ha
tenido siempre pavor a que las mayorías pobres tomasen el poder y ha usado el
poder político que las revoluciones del siglo XIX le otorgaron para impedir que
eso ocurriese. Ha concebido la democracia liberal como el modo de garantizar
eso mismo a través de medidas que pudieran cambiar en el tiempo, pero
manteniendo el objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del
derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples
válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las
instituciones, corrupción de los políticos, legalización de los lobbys…
Y, siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la
posibilidad del recurso a la dictadura, algo que pasó en numerosas ocasiones.
En
la inmediata posguerra, muy pocos países tenían democracia, vastas regiones del
mundo estaban sujetas al colonialismo europeo que sirvió para consolidar al
capitalismo euro-norte-americano, Europa estaba devastada por una guerra
provocada por la supremacía alemana y en el Este se consolidaba el régimen
comunista, que se veía como alternativa al capitalismo y a la democracia
liberal. Fue en este contexto en el que surgió el llamado capitalismo
democrático, un sistema consistente en la idea de que, para ser compatible con
la democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado. Ello implicaba
la nacionalización de sectores clave de la economía, la tributación progresiva,
la imposición de la negociación colectiva y hasta -como aconteció en la
Alemania Occidental de la época- la participación de los trabajadores en la
gestión de empresas. En el plano científico, Keynes representaba entonces la
ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos
económicos y sociales habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar
las expectativas de los ciudadanos y para defenderse de las fluctuaciones
constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio
alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el
contrario, tenía todas las condiciones para azuzarlo durante las tres décadas
siguientes, cuando el crecimiento económico quedó paralizado. Y así sucedió.
Desde
1970, los Estados centrales han gestionado el conflicto entre las exigencias de
los ciudadanos y las exigencias del capital, recurriendo a un conjunto de
soluciones que gradualmente han ido otorgando más poder al capital. Primero fue
la inflación; después, la lucha contra la inflación, acompañada del aumento del
desempleo y del ataque al poder de los sindicatos. Lo siguiente fue el
endeudamiento del Estado como resultado de la lucha del capital contra los
impuestos, de la estancación económica y del aumento del gasto social, a su
vez, causado por el aumento del desempleo. Lo último fue el endeudamiento de
las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un sector
financiero finalmente libre de regulaciones estatales para eludir el colapso de
las expectativas creadas de consumo, educación y vivienda.
Así
sucedió hasta que el engaño de las soluciones ficticias llegó a su fin, en
2008, y se esclareció quién había ganado el conflicto distributivo: el capital.
¿La prueba? El repunte de las desigualdades sociales y el asalto final a las
expectativas de vida digna de la mayoría (los ciudadanos) para garantizar las
expectativas de rentabilidad de la minoría (el capital financiero). La
democracia perdió la batalla y solamente puede evitar perder la guerra si las
mayorías pierden el miedo, se revuelven dentro y fuera de las instituciones y
fuerzan al capital a volver a tener miedo, como sucedió hace sesenta años.
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Fuente: www.publico.es
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