Jacinto
Antón Barcelona 8 JUN
2013 - 23:00 CET26
De izquierda
a derecha: el doctor Mengele, Rudolf Höss, Josef Kramer y otro oficial en
Auschwitz, relajados.
Cuando no
exterminaban, mataban el tiempo. Los miembros de las SS destinados a vigilar
los campos de concentración y de exterminio nazis llevaban una existencia
bastante agradable muy alejada del horror, el sufrimiento y la miseria que
imponían a sus víctimas en esos mismos recintos infernales. En los campos
disponían de entretenimientos y los SS no se privaban de nada. Disponían de
discos y gramófonos, mesas de pimpón y hasta piscinas (como en Dachau). Las
bibliotecas estaban bien surtidas (en el sentido nazi). Aunque nos pueda
parecer sorprendente, la de guardián de campo hitleriano no era mala vida, si
tenías estómago y carecías de escrúpulos, claro. Lo explica en un libro
sorprendente y lleno de revelaciones el reconocido historiador francés Fabrice
D’Almeida (1963), que por cierto es sobrino de Roland Topor. Recursos
inhumanos(Alianza) es el título de esta obra insólita que pone sobre el
tapete de la moderna historiografía la inquietante cuestión de la vida privada,
el ocio y los pequeños placeres de los verdugos.
Para los SS, Auschwitz era un destino más bien
agradable”
D’Almeida es
bien consciente de lo extravagante que puede parecer desviar la mirada de los
cuerpos martirizados del genocidio para fijarnos en los asesinos, y más como
hace él a fin de analizar a esos hombres y mujeres deleznables desde una
perspectiva científica que contempla la gestión del tiempo de trabajo, el
placer y la economía de los entretenimientos. Pero la investigación, subraya,
revela aspectos importantes del nazismo como el que los campos no se
concibieron como órganos aislados de la sociedad y que su gestión “formaba
parte de la experimentación social y de la creatividad política”.
Los
guardianes, unos 40.000 en 1944, no eran en absoluto la escoria del orden nazi
como hemos llegado a creer, sino parte de su élite y eran tratados en
consecuencia. Que pudieran disfrutar de buenos ratos en los lapsos entre
atrocidades, como recompensa por su labor y para descansar y regenerarse —a fin
de ser capaces de más violencia—, parecía lógico y aconsejable. Había que
mantenerlos saludables y contentos para que rindieran. Una estrategia que
además limitaba posibles crisis de conciencia.
De hecho,
D’Almeida apunta que aunque la expresión “recursos humanos” no era aún
corriente en la época, las SS eran una organización ejemplar, si puede decirse
así, en su manera muy moderna de gestionar a su personal. No era ajeno a ello,
sugiere, el interés y la experiencia de Himmler, que antes de dirigir la Orden
Negra había ejercido de pequeño empresario como patrón de una granja de pollos.
D’Almeida
niega que haya una nota de humor negro en ese ver al reischführer como
especialista en recursos humanos. “No, lo que hay es la sorpresa más bien de
observar que las mismas reflexiones se encuentran en la industria y en los
campos. Eso hace medir de qué manera los seres humanos proponen soluciones que
se parecen cuando los contextos son similares. Pero sobre todo, olvidamos que
el nazismo pareció moderno gracias a esa manera de buscar soluciones para las
acciones más radicales y para sostener la psicología de los soldados y los
guardias de manera que no se les hiciera penoso cumplir sus tareas genocidas”.
La dirección
de las SS comprendió rápidamente que la gestión del tiempo libre de los
guardias —como sucedía también con los einsatzgruppen— era un asunto
trascendental. En el libro, el historiador, rebuscando en la documentación,
detalla el papel de la gastronomía, los juegos de mesa, las proyecciones, el
deporte o la música —los instrumentos que preferían los SS eran la armónica y
el acordeón, seguidos de la guitarra, la cítara y la mandolina (!)—.
¿Era posible
aburrirse en un campo de la muerte?, le pregunto a D’Almeida. “Sí, y tanto”,
responde. “Los detenidos pasaban a menudo largas horas de espera y sus tareas
agotadoras y repetitivas les dejaban con el espíritu vacío. Pero del lado de
los guardianes el problema era diferente. La mayoría de los campos estaban
lejos de sus lugares de origen y de sus familias. Iban allá para trabajar, pero
el trabajo de los SS duraba entre 8 y 10 horas. Entonces en su tiempo libre
muchos no tenían nada que hacer y bebían alcohol. La dirección de las SS
decidió encontrarles actividades de ocio“.
Parece
increíble que se pudiera tener una existencia grata e incluso feliz en
Auschwitz o Treblinka, sobre pilas de cadáveres. “Para los guardias, Auschwitz
era un destino más bien agradable, pues había una pequeña ciudad colonizada por
los alemanes con un cine, burdeles, cafés y restaurantes y una pequeña
residencia en el bosque a la que podían ir. Muchos daban largos paseos en la
zona protegida del campo que se extendía 27 kilómetros cuadrados. Hacían
turismo asimismo en las grandes ciudades de los alrededores. En contraste, el
trabajo era a menudo penoso, con un campo sucio, detenidos enfermos a los que
había que evitar, es por ello que imaginaron el sistema de los kapos,
los prisioneros que vigilaban a los prisioneros”.
El
historiador explica que para la jefatura de las SS estaba claro que la cultura
y el ocio atenuaban los efectos del contacto con la violencia extrema. “El ocio
y la lectura aliviaban a los hombres y mujeres del personal, les debía
tranquilizar y darles la sensación de que su misión era legítima y normal. Así
que eso debía atenuar las fases de agresividad en el trabajo y permitirles restaurarse”.
D’Almeida advierte que ello no significa que desapareciera la brutalidad. “En
absoluto, porque formaba parte del trabajo. Era banal y reglamentaria desde
1934. Hacía falta castigar, y hasta encolerizarse para dominar a los
prisioneros vistos como un rebaño. La violencia era una herramienta”.
Uno de los
capítulos de Recursos inhumanos está dedicado al sexo. Resulta
sorprendente observar que los horrores del universo concentracionario no
cortaban la libido. “No, visiblemente los guardias que, no lo olvidemos, eran
jóvenes, tenían todas las pulsiones del deseo, pero con quienes fantaseaban era
con las auxiliares alemanas, las granjeras polacas (a las que podían violar
pero sin dejarlas embarazadas) o las prostitutas arias. Evitaban a las
detenidas porque los riesgos de castigo eran grandes”. En ese sentido, Portero
de noche, dice, “se desvía de la realidad con su idea de la víctima como
juguete. Aunque pudo pasar, esa no era la regla. Para los guardias los
prisioneros, además de que eran sucios e inferiores, estaban prohibidos”.
D’Almeida
apunta que la sexualidad no era tan libre como podría parecer y que el supuesto
frenesí sexual de guardianes y guardianas de las SS, tan caro a subproductos
literarios y cinematográficos, es en general un mito que derivaría de los
estereotipos construidos en la posguerra para realzar la monstruosidad de los
verdugos, como si ello fuera necesario. En todo caso y en contra de lo
declarado por comandantes como Höss y Stangl en los interrogatorios, parece que
a los SS las fases del exterminio en realidad no les quitaban las ganas.
Al
preguntarle al historiador si conoce distracciones tan extravagantes como la
del guardia de Auschwitz ornitólogo que se dedicó a observar aves y elaborar la
lista de especies del campo, responde: “Había coleccionistas. En Buchenwald
hubo incluso dos guardias que atrapaban animales salvajes para montar un zoo y
el director del campo hizo traer un oso a fin de completar la colección. Muchos
coleccionaban trozos de víctimas, cráneos, huesos”.
En comparación
con los guardias nazis, los guardias del gulag, dice D’Almeida, llevaban
una vida casi tan sórdida y miserable como los presos a los que vigilaban.
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