domingo, 16 de junio de 2013

LA TRAICIÓN DE SAMANTHA POWER



 Luis Matías López
Publicado en 2013/06/15
[Diario Publico] Samantha Power, veterana aunque joven periodista de batalla en los Balcanes y ahora nominada por Barack Obama como embajadora en la ONU, recibió un premio Pulitzer en 2003 por su libro Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio, publicado dos años después en castellano por el Fondo de Cultura Económica. Defendía allí la necesidad de intervenciones militares con fines humanitarios y denunciaba la pasividad culpable de Estados Unidos a la hora de evitar atrocidades como las de Ruanda, Bosnia o Darfur. “Ningún presidente”, señalaba en el texto, “tiene como prioridad la prevención del genocidio, y ninguno ha pagado coste político alguno por desentenderse de él”.
 Eran palabras propias de una activista a favor de los derechos humanos quedaron en entredicho desde el momento mismo en que decidió hacer carrera política. Lo hizo en el equipo de Obama, cuando éste era aún senador por Ohio, y luego como asesora de peso en la Casa Blanca, desde donde hizo valer su opinión favorable al “intervencionismo humanitario”. Tanto a ella, como a Susan Rice, su predecesora en la ONU y recién nombrada Consejera de Seguridad Nacional, se les atribuye un papel relevante para convencer a Obama de la conveniencia de actuar en Libia y derribar a Gaddafi. Un buen ejemplo de lo que, a la hora de la verdad, entiende Power por “intervencionismo humanitario”.
Hay quien interpreta que el nombramiento de estas dos integrantes del ala izquierda (conviene escribirlo en cursiva) del Partido Demócrata prueba la consolidación en política exterior de una línea que pone el énfasis en el poder blando, la primacía de la diplomacia sobre la fuerza y el recurso a ésta solo en última instancia, y por motivos altruistas, no para salvaguardar los intereses económicos o geoestratégicos del imperio.
Demasiado bonito para ser cierto, y sin que los hechos lo respalden. Obama está cada vez más bajo la sombra de George Bush, con el que mantiene diferencias más cosméticas que de sustancia, y a este paso pasará a la historia como ejemplo de ambigüedad moral, irresolución y falta de liderazgo. Pese a acabar con la tortura institucionalizada y las cárceles clandestinas de la CIA, no ha abjurado de la herencia de su predecesor, está al servicio de los mismos “intereses nacionales” que él, ni siquiera ha sido capaz de cerrar la cárcel de la vergüenza de Guantánamo y, para colmo, ha respaldado la continuidad de los programas secretos de espionaje masivo de las comunicaciones, dentro y fuera de Estados Unidos.
Rice y Power son cómplices de este designio, porque es imposible hacer honor de forma simultánea a la obediencia debida a su jefe y a un currículo progresista, sobre todo en el caso de Power, con un historial activista más marcado. Es impensable que, desde la ONU, a cuyo secretario general criticó duramente por su incompetencia, la nueva embajadora mantenga la línea propalestina y crítica con Israel que un día tuvo (ya se arrepintió públicamente de ese error). O que batalle por retirar la espada de Damocles que pende sobre Irán por su programa nuclear. O que se mueva un ápice de la posición oficial sobre las ejecuciones extrajudiciales con numerosas víctimas colaterales efectuadas con drones (aviones sin piloto). O que, cuando se discuta sobre Siria, su único interés sea de verdad detener la matanza, y no proteger al Estado judío, golpear a Irán y Hezbolá y liquidar la influencia rusa.
Es lo que tiene perder la libertad de acción al sumarse a un proyecto con el que puede haber coincidencias pero también profundas discrepancias. Su nombramiento es pura cosmética, un lavado de cara progresista de Obama, pero no un giro radical de política impensable ya en un presidente víctima de su irresolución e impotencia para vencer la oposición republicana, y que ni siquiera parece ya convencido de la necesidad del cambio en profundidad del que fue heraldo cuando aspiraba a la Casa Blanca.
Por su parte, Rice se pone al servicio de una línea que considera que la defensa a ultranza de la seguridad nacional tiene prioridad sobre elementos en teoría consustanciales con el sistema político norteamericano, como el respeto de las libertades individuales y el derecho de los ciudadanos a estar informados sobre los excesos del Gobierno, algo imposible sin el control democrático de sus servicios secretos.
[Diario Público]Desde un puesto clave de la Administración, Rice asesorará a Obama, por ejemplo, sobre el conflicto creado por las revelaciones sobre la vigilancia masiva de las comunicaciones efectuadas por el exagente Edward Snowden -que retrotraen al omnipresente Gran Hermano de Orwell-, y sobre las fórmulas –ojalá que solo diplomáticas- para lograr que se siente en el banquillo y se pudra en la cárcel por alta traición. Ese será el destino del soldado Bradley Manning, filtrador de los papeles de Wikileaks, y el que le espera al fundador de esta web, Julian Assange, si un día abandona su refugio-cárcel en la embajada ecuatoriana en Londres. Nada diferente a lo que habría ocurrido en la época de Bush.
Y todavía hay que darse con un canto en los dientes, porque en el renovado equipo de política exterior de Obama hay algunos elementos que contrastan con los militaristas extremos y prepotentes de la era de Bush como Richard Cheney o Donald Rumsfeld. Sin que eso lleve a abrigar falsas esperanzas, habría que convenir en que el nuevo secretario de Estado, John Kerry (en su día opositor a la guerra de Vietnam), o el de Defensa, Chuck Hagel (que fue crítico con la de Irak) tienen un perfil diferente al de aquellos halcones, aunque no tan progresista como el que llegó a tener Power.
Lo más probable es que el espejismo de cambio por los recientes nombramientos sea fugaz, y que se desvanezca –ya se está diluyendo- a la primera gran prueba, tal vez a causa de Siria. Será entonces cuando la embajadora en la ONU, crítica en su día de la inmoralidad de la política exterior de su país, se enfrente a la imposibilidad de consolidar su carrera política sin caer en la incoherencia personal. Y cabe adivinar que, si tiene que defender una acción militar norteamericana, la presentará –ya ocurrió en el caso libio- como una de esas “intervenciones humanitarias” que tanto defendía en el libro en el que denunciaba la pasividad cómplice de los dirigentes de EE UU para evitar o poner fin a los genocidios.

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