Si los ciudadanos
pasan de los políticos, no les piden cuentas, no castigan a los corruptos y no
premian a los que se lo merecen, ¿quién controlará a los partidos o a los
Gobiernos? ¿Cómo se les obligará a cambiar?
RAQUEL
MARÍN
Si
en estos días se votara la palabra más utilizada para describir la política
española, es muy probable que la desafección se alzara con el premio. Es un
término omnipresente. No hay tertuliano que no llegue a tres conclusiones: una,
que la desafección es el principal problema político; dos, que su causa está
vinculada a la pésima actuación en todos los órdenes de los principales
partidos durante la crisis económica; y tres, que ambos partidos están
sufriendo por ello pérdidas electorales crecientes y quizá irreversibles. Pero
todos tienen su propia idea de lo que sea desafección. Circulan así conceptos
tan dispares como desorientación, decepción, insatisfacción, enfado e incluso
cabreo y alienación.
Las
relaciones de los españoles con la política han sido siempre difíciles. Durante
la Segunda República, la polarización ideológica y la atomización del sistema
de partidos fomentaron la concepción del español como alguien medio anarquista
y medio monje, individualista al máximo y en todo caso ingobernable. Tras los
horrores de la Guerra Civil, la dictadura franquista se asentó sobre la farsa
de que la política equivale a mentira y corrupción, por lo que era mejor
dejarla en manos de una élite que se sacrificaría por todos los españoles. Y en
las casi cuatro décadas transcurridas desde la Transición, los ciudadanos han
podido crear partidos y votarlos, afiliarse a ellos o a cualquier otra
organización, participar en actividades sociales o políticas a través de muchos
canales, interesarse por la política o por cualquier otra cuestión, estar informados
o conformarse con unos pocos clichés. En cambio, y como demuestran numerosos
estudios, durante todos estos años los españoles se han quejado mucho de la
política y de los políticos, al tiempo que desperdiciaban los mecanismos de
participación a su alcance, presumían de su desinterés e indiferencia hacia la
política y exhibían una información política tirando a muy baja.
La insatisfacción con la
democracia alcanza al 70%, el porcentaje más alto desde la Transición
Todos
estos elementos constituyen para nosotros un cuadro clásico de desafección, y
distinto de lo que entendemos por descontento. Este último supone la
insatisfacción por los rendimientos negativos del régimen o de sus dirigentes
ante su incapacidad para resolver problemas básicos. El descontento no suele
afectar a la legitimidad democrática, que sigue siendo alta incluso entre
quienes están sufriendo en mayor medida las consecuencias de la crisis
económica. En realidad, el descontento es sobre todo coyuntural, y depende de
los vaivenes de una opinión pública vinculada a la popularidad de los Gobiernos
y de sus políticas; de ahí que pueda corregirse por los cambios electorales o
las mejorías económicas. En cambio, la desafección se expresa a través de un
cierto desapego o alejamiento de los ciudadanos con respecto al sistema
político. Suele medirse por el desinterés hacia la política, las percepciones
de ineficacia personal ante la política y los políticos, el cinismo hacia ambos
y los sentimientos combinados de impotencia, indiferencia y aburrimiento hacia
la política. En contraste con las oscilaciones del descontento, la desafección
tiende a ser estable y suele transmitirse por las vías de la socialización
política. Solo así cabe explicarse cómo, pese a los inmensos cambios de todo
tipo ocurridos desde la Transición (y en general positivos), todavía
predominaran antes de la crisis las imágenes de la política como engaño y
aprovechamiento, como una complicación tan absurda como innecesaria; y también
las imágenes de los políticos (de todos ellos) como incompetentes, inútiles y
por supuesto corruptos.
Los
datos existentes corroboran lo anterior. De acuerdo con la larga serie de
encuestas del CIS, el descontento político ha alcanzado niveles nunca vistos
hasta ahora. Cuando tanto se discute sobre quién podría ser el peor presidente
del Gobierno en la historia de la democracia española, Mariano Rajoy lleva las
de ganar: disfruta de la valoración más baja que la de cualquiera de sus cinco
antecesores, incluyendo José Luis Rodríguez Zapatero. Solo el 17% confiaba en
Zapatero al dejar el Gobierno; pero solo el 12% lo hace ahora en Rajoy. Desde
la restauración de la democracia, ningún Gobierno ha recibido peor valoración
que el actual del PP. La valoración negativa de la situación política es del
70%, y la de la situación económica del 90%. Como consecuencia, la
insatisfacción con los resultados de la democracia alcanza al 70% de los
españoles, la más elevada desde la Transición. Según datos recientes del
eurobarómetro, la desconfianza en los partidos está entre las más altas de los
países europeos occidentales: en 2012 era del 90%, solo empeorada por la de los
griegos e italianos.
La
desafección política muestra también niveles considerablemente altos; a
diferencia de los del descontento, ya existían con anterioridad a la crisis.
Seleccionemos un solo indicador. Según la encuesta social europea, España ha
sido desde hace décadas el país con menos interés por la política de todos los
europeos, incluyendo las nuevas democracias del este de Europa; el promedio de
desinterés se ha movido en torno al 80% que declaraba que la política le
interesa poco o nada. Este desinterés ha sido invariable: se ha producido tanto
en momentos de crisis económica como en los de bonanza, tanto con Gobiernos
socialistas como con los conservadores, tanto cuando existía una elevada
satisfacción con la democracia y apenas casos de corrupción como cuando
predominaba un cierto descontento. Es cierto que la desafección política ha
aumentado algo en estos últimos años, pero no tanto por la crisis económica
como por la pasividad de los partidos ante la dramática situación del
desempleo, los chalaneos ante los escándalos de corrupción y el descaro del
principal partido de la oposición cuando aseguraba que la crisis económica
acabaría como por ensalmo con la sola desaparición de Zapatero y su eventual
llegada al poder.
El político debe prestar
atención al ciudadano crítico si quiere evitar el castigo electoral
En
buena parte de los países europeos, el incremento de la insatisfacción con la democracia
ha dado nacimiento durante las últimas décadas a los denominados ciudadanos
críticos. Su principal rasgo es que intervienen activamente en la vida política
para así modificar el funcionamiento e incluso los rendimientos del sistema
político que les disgustaban. Los políticos deben necesariamente prestar
atención a la voz de esos actores si quieren evitar su castigo electoral en
forma de no reelección. En España, sin embargo, las principales características
de los desafectos han radicado en la desinformación, la pasividad y el rechazo
indiscriminado de partidos y dirigentes políticos. Exceptuando algunas minorías
muy movilizadas, la participación política de los españoles para expresar sus
preferencias y necesidades ha sido escasa. Ello ha aumentado la brecha entre
los ciudadanos y los políticos, y sobre todo ha concedido a estos últimos una
enorme capacidad de maniobra para actuar al margen (y casi siempre en contra)
de los ciudadanos. Cuando llegaban las elecciones, la rendición de cuentas ha
sido muy deficiente y la posibilidad de castigar a estos malos políticos
resultaba aleatoria.
La
crisis económica puede estar cambiando esta situación. Hay indicios de que el
interés por la política se ha incrementado en algunos puntos, y es notorio que
muchos españoles han participado quizá por vez primera en actividades de
protesta a través de alguna de las muchas mareas existentes. Si las protestas
se mantuvieran ante la incompetencia, el acomodo o la frivolidad de las élites
políticas, el descontento podría radicalizarse y llevarse al ámbito electoral
con consecuencias imprevisibles. Y si las protestas fueran sistemáticamente
desoídas y no vinieran acompañadas de cambios relevantes, la desafección podría
agravarse al extenderse sentimientos de frustración entre los ahora
participantes que por fin ejercen su voz.
Ninguno
de estos resultados hipotéticos es positivo. Los cambios, si se producen,
deberían venir de otra dirección. Quizá la crisis económica, la gestión del
Gobierno conservador y el descrédito de la oposición lleven a los españoles a
la convicción de que la democracia tiene costes que solo ellos deben sufragar.
Para ello hacen falta mayores dosis de información, vigilancia y participación
que permitan el control de los partidos y el envío a sus dirigentes de mensajes
inequívocos de lo que se quiere o de lo que se rechaza. Si los ciudadanos pasan
de política, no piden cuentas a los candidatos, no castigan a los corruptos, ni
premian a quienes lo merecen, ¿quién controlará a los partidos o a los Gobiernos,
cómo podrá obligárseles a que cambien para convertirse en instrumentos
democráticos al servicio de los ciudadanos?
José Ramón Montero y Mariano Torcal son catedráticos de Ciencia Política en la
Universidad Autónoma de Madrid y en la Universitat Pompeu Fabra,
respectivamente, y han publicado Political disaffection in contemporary
democracies
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