domingo, 29 de septiembre de 2013

QUE NO NOS DIGAS QUE FUE UN SUEÑO

Como ocurre cuando baja la marea, la recesión económica que ha seguido a la crisis financiera de 2008 ha dejado al descubierto tres grandes peligros que, ocultos bajo la pleamar económica de la burbuja de crédito, ahora amenazan con impedir el retorno a un mundo con cierta estabilidad económica y progreso social.
El primero, es el gigantismo del sector financiero en relación con el resto de la economía; una verdadera macrocefalia financiera. El segundo, son los grandes desequilibrios comerciales globales; en nuestro caso, entre Alemania y el resto de la zona euro. El tercero, es la desigualdad.

De los tres, el que menos atención recibe es el tercero. Pero, en mi opinión, la desigualdad es el factor potencialmente más peligroso para el funcionamiento del capitalismo y de la democracia.
Lo relevante de la desigualdad actual no es su existencia, sino la magnitud que ha alcanzado. Los economistas Thomas Piketty y Emmanuel Sáez, dos de los mejores estudiosos de esta cuestión, han elaborado un gráfico que nos permite comprender este riesgo. Medida en porcentaje de la renta total que queda en manos del 10% más rico, la desigualdad en los últimos cien años presenta dos picos en el inicio y el final de ese periodo y un valle de relativa igualdad en medio. Imaginen un gráfico en forma de “U” y tendrán una imagen fiel de esa evolución.
El primer pico se produjo entre las dos guerras mundiales. A esa época se le llamó la gilded age, la edad dorada, nombre que hace referencia al sentimiento de las élites ricas de la época de vivir en un mundo de estabilidad y riqueza perpetuas, una percepción ajena al riesgo que significaba la elevada desigualdad y el mundo propio de las novelas de Charles Dickens que sufría la mayor parte de la población. El crash financiero de 1929, la Gran Depresión de los treinta y la II Guerra Mundial hicieron añicos esa visión irresponsablemente feliz.
La desigualdad se redujo de forma rápida e intensa en la posguerra, dando lugar a la época de relativa igualdad que se prolongó durante 25 años, entre los cincuenta y setenta. Las políticas keynesianas de estabilización del ciclo económico, el sometimiento del genio de las finanzas a rígidas reglas, la aparición de instituciones de control democrático y las políticas salariales y sociales del Estado del bienestar fueron la razón de esa edad de la igualdad.
El reto ahora, después de esta Gran Recesión, vuelve a ser el crear un pegamento que reconcilie el capitalismo con la democracia. Un nuevo contrato social
Sin embargo, a partir de los años ochenta, la desigualdad volvió por sus fueros. Y, de acuerdo con los datos de Pickett y Sáez, lo ha hecho con mayor intensidad aún que a principios del siglo pasado.
¿Nos debe preocupar esta segunda gilded age? En mi opinión, sí, y mucho.
Como economista puedo encontrar algunas razones para aceptar una cierta desigualdad, pero no conozco ningún argumento económico que justifique los niveles actuales. Al contrario, hay muchas razones para temer sus consecuencias. Mencionaré cuatro, para las que hay evidencia empírica concluyente.
Primera. La desigualdad hace a las economías de mercado maniacodepresivas, volátiles e inestables. La razón es que la desigualdad reduce el consumo de amplias capas sociales; y sin consumo de masas, el capitalismo no funciona bien. De hecho, la burbuja de crédito y el sobreendeudamiento de los hogares fueron una forma de dar a las familias una capacidad de compra que no tenían para que la economía siguiese funcionando. Pero ya hemos visto cómo acabó este experimento.
Segunda. La desigualdad polariza la sociedad en dos grupos, no solo de renta, sino también de expectativas de futuro. El resultado es un aumento del malestar y de los conflictos sociales de todo tipo: protestas, manifestaciones, huelgas y violencia social y política. Esto hace imposible la existencia del contrato social que toda sociedad necesita para funcionar.
Tercera. La desigualdad, en la medida en que es un caldo de cultivo propicio para de todo tipo de extremismos y populismos, es lesiva para la democracia. La historia política del primer tercio del siglo pasado no debería ser olvidada. En esta situación, la tentación tecnocrática-totalitaria de las élites aflora rápidamente. En la Europa del euro hemos comenzado a ver síntomas de esta tentación.
Cuarta. La desigualdad corrompe los sentimientos morales y los fundamentos éticos que requiere una sociedad de mercado. La desigualdad extrema hace que los muy ricos se sientan diferentes a usted y a mí. Surge así una moral nihilista donde todo vale.
Se podría decir, por tanto, que la desigualdad es un poderoso disolvente del pegamento que una economía de mercado necesita para ser estable y producir progreso económico y social. La desigualdad puede acabar matando al capitalismo y a la democracia.
¿Hay remedio? Preguntémonos qué es lo que caracteriza al capitalismo, ¿la desigualdad extrema que estamos viendo o la igualdad relativa de mediados de siglo? Algunos comienzan a decir que esa era de igualdad fue un sueño que no volverá. Pero deberíamos resistirnos a esta conclusión derrotista y peligrosa.
El reto ahora, después de esta Gran Recesión, como lo fue después de la Gran Depresión del siglo pasado, vuelve a ser el crear un pegamento que reconcilie el capitalismo con la democracia. Un nuevo contrato social. No será fácil, pero vale la pena intentarlo porque nos va mucho en el empeño.




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