martes, 31 de diciembre de 2013

LEER HOY A MAQUIAVELO

No podemos entender al pensador italiano si no nos liberamos de la influencia del maquiavelismo de nuestra propia historia. Su concepción de la política, laica y autónoma, marca la transición a la modernidad
EDUARDO ESTRADA
El libro más famoso de Maquiavelo, El príncipe, fue escrito hace exactamente 500 años, y desde entonces ha inspirado a dirigentes políticos de todo el mundo. El libro se incluyó en el Índice de libros prohibidos de 1559 y a su autor le denominaron “El malvado Maquiavelo”. La ira no se ha disipado con el tiempo. Pero lo que conviene preguntarse es: ¿Por qué molestarse hoy en leer a Maquiavelo? ¿Por qué leer El príncipe o Los discursos?Una respuesta fácil es que Maquiavelo es el fundador de la filosofía política moderna. Otra es que es el primer teórico político de un mundo desencantado en el que el individuo está solo, sin Dios, sin más motivos ni propósitos que los que le proporciona su propia subjetividad.
Esto se aproxima tal vez más a nuestras preocupaciones en el mundo actual. Lo más relevante para nosotros en el pensamiento de Maquiavelo es no solo su nueva ciencia del arte de gobernar, sino lo que podríamos llamar el “Maquiavelo antimaquiavélico”. Precisamente ahí es donde debería comenzar una lectura no maquiavélica de Maquiavelo. Maquiavelo no era maquiavélico, y los maquiavélicos no son lectores intensos ni perspicaces de Maquiavelo. Por supuesto, es difícil no juzgar su figura a través de la obra de una larga línea de comentaristas o atribuirle las teorías a las que se ha recurrido posteriormente para explicar su pensamiento. Es esencial descubrir en qué consiste exactamente su genio y en qué se asemeja su actitud a la nuestra en relación con nuestras pasiones políticas. Maquiavelo es nuestro, sin duda. Sus palabras no pasan de largo, ni proceden de otra época y otra cultura. Nos desafía desde nuestro propio mundo, y ese reto que plantea es total.
En realidad, lo que pone de relieve el análisis de Maquiavelo es la condición política en sí misma. Si los seres humanos dejaran de ignorar el papel de la Fortuna en sus asuntos y reconocieran sus limitaciones a la hora de establecer instituciones políticas y blindarse contra los caprichos del tiempo y el azar, podrían entrar en la vida política animados por un espíritu cívico. La política se orienta hacia la acción, y, para que la acción sea posible, los hombres deben desempeñar su papel. Es posible empezar de nuevo siempre que los seres humanos actúen unidos y en política, y esa es la convicción más profunda de Maquiavelo.
El pensamiento político se emancipa con él de la autoridad religiosa y la idea medieval del hombre
Evidentemente, la política así concebida está sujeta a todas las ambigüedades de la acción política. Hoy, en una época en la que las ideologías están desacreditadas y la globalización ha provocado el deshielo de sistemas políticos anquilosados, muchos consideran que la acción política es una carga desagradable. Otros, a través de ella, tratan de inculcar en los ciudadanos un sentido unívoco y monolítico del bien público. Por eso “lo público” está en constante peligro de ser aplastado por los enemigos de la libertad o por los ciudadanos que se olvidan de sus responsabilidades. La primera posibilidad es el destino político de los fundamentalismos religiosos, y la segunda, se puede ejemplificar en la experiencia occidental de la política “irresponsable”, desarrollada con arreglo a una definición cada vez más privada y materialista de la búsqueda de la felicidad.
Lo que distingue a Maquiavelo de los políticos de nuestro tiempo es que no se presenta al frente de un partido que representa a una clase o una raza universal ni en nombre de la humanidad. Para él, no existen criterios por encima de la política. En otras palabras, el pensamiento político de Maquiavelo, en principio, es hostil a las declaraciones partidistas, que engañan a cualquier político o ciudadano que se las tome en serio. Maquiavelo considera que el dato fundamental no está en la pregunta “¿Quién gobierna?”, sino en “¿Cómo gobierna?”. Cuando un gobernante funda un régimen totalmente nuevo a mayor gloria de sí mismo, de paso cree que así prevalecen “la verdadera forma de vida y la auténtica calma de una ciudad”.
El argumento de Maquiavelo es que las cosas humanas se mueven y, por tanto, los asuntos humanos sufren altibajos. No se puede evitar el cambio, pero los hombres deben dedicar su talento político a mantenerse seguros dentro de él. Sin embargo, añade Maquiavelo, “los hombres no pueden estar seguros sin el poder”. Por eso sugiere una expansión del poder humano.
En vez de usar el modelo de los seis gobiernos clásicos para referirse al ciclo inevitable de bien y mal en la política, Maquiavelo pide una “república perpetua” como condición para el progreso de toda la humanidad. Al decir “república perpetua”, se refiere a la expansión del poder de actuar. Como la naturaleza otorga a los hombres el conocimiento, pero no la facultad de actuar, los hombres deben actuar por su cuenta, sin esperar la ayuda ni de Dios ni de la naturaleza. Dios y la naturaleza no ayudan a los hombres a ejercer el poder, por lo que no existe ninguna ley natural ni ningún derecho natural que sean el fundamento de la política. En otras palabras, la doctrina moderna de la soberanía comienza cuando Maquiavelo se apropia del poder que antes los hombres ejercían, en teoría, para cumplir la voluntad de Dios.
Su convicción era que, para empezar de nuevo, los hombres deben actuar unidos y en política
El Estado, pues, debe ser el dominio de la estabilidad en la caótica esfera de los cambios naturales y las pasiones humanas. Por eso, a diferencia de los clásicos, Maquiavelo cree que la política es una entidad artificial creada por el talento humano. Para comprender este punto, hay que recordar que la teoría política de Maquiavelo se presenta como una teoría “laica” y mundana, y su aplicación práctica, además, entraña una nueva dimensión ontológica. Esa nueva ontología política inaugurada por Maquiavelo, por tanto, se puede considerar un momento de transición hacia la modernidad.
Al reflexionar sobre el establecimiento de lo político desde el horizonte final, Maquiavelo busca la forma de superar los dos límites teóricos fundamentales de la lógica de lo teológico y lo político: la falta de una teoría de lo político y que no se basa en una historia de hechos ocurridos. Maquiavelo vuelve a los paganos, más allá de lo ontoteológico, para hallar una manera de concebir la historia en función de una teoría política de los acontecimientos, en la que dichos acontecimientos se vean como el encuentro entre lo político y el movimiento real de la sociedad.
No es ninguna exageración decir que, con Maquiavelo, el pensamiento político europeo alcanza en ciertos aspectos una extraordinaria emancipación de la autoridad religiosa y la concepción medieval del hombre. Ahora bien, para liberar su mundo de la tiranía del pasado y del dominio de los textos medievales, Maquiavelo acude al mundo antiguo. Más aún, que Maquiavelo consulte a los clásicos no solo representa una gran aventura intelectual, sino también una forma de igualar tal vez los logros políticos y las hazañas filosóficas de los tiempos antiguos.
Estas ideas sobre el mundo clásico y el proceso histórico son el trasfondo filosófico que da auténtica originalidad a la obra de Maquiavelo. En vista de ellos y de las conclusiones a las que llega Maquiavelo, resulta todavía más extraordinario que la lectura de sus escritos nos pueda ayudar a comprender la idea maquiavélica de “entrar en política” como forma de dejar atrás nuestro maquiavelismo. No podemos entender el verdadero carácter del pensamiento de Maquiavelo si no nos liberamos de la influencia del maquiavelismo en nuestra propia historia. Para hacer justicia hoy a Maquiavelo y entender mejor sus opiniones, debemos considerarle mucho más que un pensador sobre la razón de Estado. Si lo hacemos, veremos que su interpretación de la política y su insistencia en que es autónoma forman la aportación más original a la historia de las ideas políticas.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.


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