viernes, 27 de junio de 2014

LA MISTIFICACIÓN DE LA DEMOCRACIA

La democracia es una carrera sin meta, un sistema en constante renovación que ha de perfeccionarse cada año mediante la participación y la presión ciudadana.
nuevatribuna.es | Por Pedro L. Angosto | 26 Junio 2014 - 16:16 h.
Foto: Prudencio Morales

Antes de existir lo que hasta hace poco conocíamos como democracia, los gobiernos eran impuestos por los reyes de acuerdo con los poderes fácticos dominantes en cada momento. El proceso histórico que llevó a la democracia comenzó en la mayoría de los casos por la decapitación de monarcas absolutos o por la defenestración de la oligarquía y culminó con el miedo de Occidente a los “efectos contaminantes” de la Revolución Rusa, sobre todo tras ser ese país el que más puso para derrotar al nazi-fascismo. Tómese como punto de partida la Revolución inglesa, la independencia de Estados Unidos o la Revolución francesa –para quién esto escribe verdadero origen teórico y práctico de la democracia con mayúsculas-, el traspaso de poderes desde las clases poderosas a quienes padecían sus abusos no fue un hecho puntual sino un largo camino que se anduvo a través de los años con la animadversión violenta de los privilegiados y que careció de punto de llegada, porque cuando los nuevos dirigentes –a los que se iban incorporando “gentes” presuntamente reconvertidas del antiguo régimen- comienzan a hablar de salvaguardar las instituciones, de constituciones intocables o de la democracia como un hecho estanco es que ésta ha sido suplantada, mistificada y falseada, dejando de servir a los intereses generales que por definición le son inherentes para convertirse en un instrumento de dominio de clase. La democracia es una carrera sin meta, un sistema en constante renovación que ha de perfeccionarse cada año mediante la participación y la presión ciudadana, a cada conquista de derechos ha de suceder otra que afecte a capas más amplias de la sociedad teniendo en cuenta de que nunca se llegará al final mientras existan personas excluidas, necesitadas, explotadas o marginadas. Es cuando el pueblo se adormece al calor de cierto grado de bienestar económico y de los mensajes narcotizantes del nuevo poder envejecido e infectado de pasado, que la democracia deja de serlo utilizando para ello los instrumentos que ésta ha puesto en manos de sus enemigos naturales: Los privilegiados sólo aceptaron que su voto valiese lo mismo que el de un menestral cuando tuvieron miedo a perderlo todo o cuando descubrieron que era posible manipular su conciencia hasta el extremo de hacerle pensar y actuar contra sus propios intereses. Es una lección que deberíamos haber aprendido hace mucho tiempo, pero el hombre es lento y tarda en aprender casi tanto como en evolucionar.
Pero para no perdernos en los árboles que a menudo no dejan ver el bosque, pasemos a ver unos cuantos hechos concretos que demuestran a nuestro entender que lo que hoy llaman democracia, en todo el mundo en general y en España en particular, ha dejado de serlo. El aforamiento fue una conquista de la clase trabajadora encaminada a proteger a sus representantes de la persecución judicial y policial. Afectaba exclusivamente a la actividad política y pública de los mismos, jamás a delitos comunes; hoy seguiría siendo válido para ese caso, pero sólo se usa para obstruir a la Justicia y mantener fuera de la Ley, a sus anchas, a personas que han cometido gravísimos delitos contra el Erario y, por tanto, contra lo más esencial de la democracia. Antes de las luchas obreras y de los movimientos democráticos que sacudieron Europa durante los siglos XIX y XX, tanto la Educación como la Sanidad estaban en manos de la Iglesia: Escuelas para pobres y hospitales de beneficencia formaban parte de la amplísima red de socialización tejida por los representantes de Dios en la Tierra para adoctrinar más allá del último suspiro. Es cuando la democracia triunfa que la Escuela y el Hospital se hacen públicos, es decir de todos, y se convierten en un derecho consustancial a todo ser humano por el hecho de serlo no por gracia divina o real: Hoy, quienes una y otra vez hablan de “nuestra democracia consolidada” y otras zarandajas están procediendo a la desamortización de lo público para regresarnos a épocas preconstitucionales bajo el eufemismo sangriento que “están devolviendo a la sociedad lo que a ella pertenece”, aunque esa “sociedad” de la que hablan esté compuesta por personas y entidades privadas con nombres y apellidos de todos conocidos que pretenden convertir derechos universales en lucrativo negocio particular. La democracia puso también límites y controles a la actividad de las grandes empresas y entidades financieras nacionales y transnacionales, frenando sus aspiraciones monopolísticas mediante leyes que castigaban a aquellas que por su tamaño e implantación en un determinado territorio podían condicionar el precio de las cosas; en la actualidad asistimos a un proceso de concentración industrial y financiera tan brutal y a una desregulación tan salvaje de la actividad económica que esas empresas o entidades no sólo condicionan los precios sino que también la forma en que prestan servicios: A nadie escapan los abusos y pactos insoportables de telefónicas, eléctricas, financieras, gasistas, petroleras y demás corporaciones globales dedicadas a prestar de forma cada vez más sangrante para el consumidor servicios esenciales que por tener ese carácter debieran ser sustraídos al lucro incesante de los depredadores.
Lo que hoy llaman democracia, en todo el mundo en general y en España en particular, ha dejado de serlo
La democracia impuso –en los países en los que triunfó- la jornada laboral de ocho horas diarias y cuarenta semanales, el descanso en sábados y domingos, treinta días de vacaciones y la jubilación a los sesenta y cinco años con una pensión pública que permitiese vivir dignamente, dentro de un proceso encaminado a la reducción y reparto progresivo de un tiempo de trabajo cada día menor por las innovaciones tecnológicas. Aunque esos derechos se aprobaron en la mayoría de los Estados europeos a principios del siglo XX, apenas tienen sesenta años, pues fue a partir del final de la Segunda Guerra Mundial que se hicieron efectivos. Hoy, quienes han ocupado los poderes públicos para el medro personal y reconstruir el Antiguo Régimen, hablan de reformas cuando lo que hacen es contrarreformar, es decir desregular lo que llaman “mercado laboral” para eliminar todos y cada uno de los derechos conquistados y convertir al trabajador en un objeto que se usa y se tira tras ser exprimido sin ningún tipo de responsabilidad ni obligación. Lo mismo se puede decir del derecho a una jubilación pública digna, principal objetivo de las entidades financieras mundiales, empeñadas como están en tomar la Caja Pública de Pensiones y sustituirla por fondos privados sin ningún tipo de garantía en el tiempo y que sólo permitirán una vejez económicamente adecuada a aquellos que ya tuvieron una vida activa muy holgada.
Para que estas aberraciones estén tomando cuerpo entre nosotros ha sido imprescindible la creación de un inmenso ejército de parados de larga duración, tan larga como para llegar a considerar regalo de los dioses un contrato por dos horas los miércoles de una a tres o un trabajo de doce horas diarias por seiscientos euros si te portas bien, tan larga que te haga ver al otro como un competidor por tu pan, como un enemigo mortal con el que nada tienes que ver y al que has de pisotear si quieres ser algo en la vida. Pero no sólo eso, también, el apartamiento ciudadano de la actividad política, de las asociaciones de vecinos, de los sindicatos, de las asociaciones de padres, incluso de las comunidades de propietarios de viviendas, dejando desnudo el tejido social de los países y manos libres a oportunistas y logreros. También, cómo no, la impunidad política y judicial con que se mueven los delincuentes que imputados una y otra vez en los delitos más graves que se puedan cometer en la esfera pública y privada siguen en sus puestos como si nada hubiesen hecho, como si actividad pública y privada fuesen una misma cosa y el cohecho, la prevaricación, la estafa, el robo, la mangancia, el nepotismo, la quiebra fraudulenta, el alzamiento de bienes, el soborno, el enchufismo y el chanchullo fuesen maneras correctísimas de proceder. Y no, no lo son, la democracia es incompatible con ese orden de cosas, y cuando toman carta de naturaleza hasta el extremo de entrar a formar parte de nuestra cotidianidad es porque la democracia agoniza o ha muerto ya.

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