domingo, 28 de septiembre de 2014

LEGITIMIDAD Y LEGALIDAD EN CATALUÑA

Resulta difícil estar de acuerdo con la idea de que presenciamos un "choque de legitimidades" entre dos presuntas legitimidades, la española y la catalana
27/09/2014 - 20:35h
La promulgación del decreto que convoca la llamada consulta sobre la independencia catalana, que el gobierno español se apresurará a recurrir ante el Tribunal Constitucional por razón de su falta de encaje en nuestro sistema constitucional, resume a las claras el conflicto que plantea la vocación separatista de una parte de la sociedad catalana: una recusación de la legalidad (española) en nombre de una presunta legitimidad diferenciada (catalana), que es también, simultáneamente, una denegación de legitimidad (la del Estado español) que aspira a constituir una legalidad propia (la de un hipotético Estado catalán). Este conflicto había quedado asimismo explicitado en el llamamiento de Oriol Junqueras, líder de Esquerra Republicana, a la desobediencia civil, así como en la afirmación de que el Tribunal Constitucional carecía de legitimidad para decidir sobre el Estatuto de Autonomía una vez que el 'pueblo' catalán lo había sancionado en referéndum.
Lo mismo sucede con los dirigentes de Podemos y una buena parte de sus bases cuando descalifican el régimen político salido de la Transición a la democracia en virtud de su falta de legitimidad -de origen y de ejercicio- y la consiguiente necesidad de fundar una nueva legitimidad.
De modo que, acaso inadvertidamente, la sociedad española se encuentra últimamente embebida en un debate permanente sobre asuntos fundamentales de la filosofía y la teoría políticas. Sólo así cabe calificar el problema de la legitimidad del poder, la relación entre legitimidad y legalidad, la definición de qué sea justo o la licitud de la desobediencia civil en un contexto democrático. Eso no quiere decir que el secesionismo catalán plantee solamente esos problemas, ni que sea éste el único ángulo desde el que deba contemplárselo. Pero sí parece útil detenerse un momento a pensar en esos términos, pertrechados con algunas de las herramientas conceptuales que proporciona la teoría política.
Individuo y autoridad
¿Cuándo es legítimo un régimen político, cuándo lo son sus mandatos? ¿Cuándo está obligado el ciudadano a obedecerlos y cuándo es permisible la desobediencia? ¿Basta la legalidad como criterio para la legitimidad? ¿Y cuál es el contenido de la legitimidad, de qué depende ésta?
En última instancia, subyace aquí un problema sencillamente insoluble, que es la conciliación de los órdenes individual y colectivo. La legitimidad se convierte en un tema sustantivo en la filosofía política a partir del siglo XVII, una vez afirmados los derechos naturales de los súbditos, que, andando el tiempo, se convertirían en los modernos derechos civiles y políticos de los ciudadanos de los regímenes democráticos.  Richard Flathman ha escrito que, en este nuevo contexto, "la única autoridad no problemática es la que ejerce cada persona sobre sí misma. Los gobiernos de cualquier clase, y desde luego los gobiernos con una autoridad que no depende del contenido [particular de sus leyes], demandan justificación".
Nada sorprendente si pensamos en la dificultad de conciliar el principio de autonomía individual con el sometimiento de ese mismo individuo auto-normado a un orden colectivo. Y así, basta con que un individuo recuse su organización política, no importa cuán democrática sea, para que el consentimiento del que depende la legitimidad plena del Estado -y con ello la obligación política de obedecer sus mandatos- se vea resquebrajado. Se objetará a esto que los Estados democráticos sobreviven a las disidencias individuales. Y así es. De hecho, la obligación política funciona en la práctica mejor que en la teoría. Pero eso no empece el hecho de que ninguna teoría del consentimiento sea, en sentido estricto, impecable.
Legitimidad, legalidad, consenso
Hay varias formas de abordar el problema de la legitimidad. Max Weber, clásico del pensamiento político, lo redujo a su esencia cuando constató que es legítimo aquello que las personas creen legítimo. Pero en los regímenes democráticos ni la legitimidad tradicional ni la carismática que el autor alemán identificaba constituyen un fundamento válido para la legitimación del poder: las sociedades son pluralistas y contienen distintas concepciones del bien, que hacen imposible la sola apelación a las tradiciones, mientras que el sometimiento de los ciudadanos al líder carismático es incompatible con la esencia misma de la democracia (aún cuando el carisma siga jugando su papel en la contienda electoral o sirva para generar consensos alrededor de determinadas leyes: atañe más al gobierno que al Estado en nuestros días). En una democracia, la legitimidad legal-racional, donde es el respeto a los procedimientos racionales que dan luz a las leyes lo que viene a legitimarlas, parecería ser la única posible. Y desde luego, la legalidad es un elemento esencial de la democracia constitucional y el Estado de Derecho. Sin embargo, se plantea aquí un problema evidente, que es la potencial reducción de la legitimidad a la legalidad: sería legítimo aquello que es legal con independencia de su contenido.
Hace falta, pues, algo más. De acuerdo con la teoría del consentimiento -que va de Hobbes Kelsen y Oakeshott- el gobierno debe basarse en el consentimiento de los gobernados. Se trata de un consenso tácito, renovado a diario en la normal aceptación del marco legal estatal. Pero el gobierno, investido de autoridad, no es la autoridad: el ciudadano conserva el derecho de resistirse a ella en caso de grave violación de sus derechos. La desobediencia civil que responde a una tal violación, por ejemplo la auspiciada por el movimiento en favor de los derechos civiles en la Norteamérica de los 50 y 60, encaja en esa descripción. Más dudoso es que lo haga la reclamada por el líder de ERC, porque no se ve bien cuál sea esa violación.
Sucede que la combinación de procedimentalismo legal y consenso tácito puede ser también insuficiente. Para autores como Rawls o Dworkin, la legitimidad del gobierno no puede desligarse de la justicia o bondad de la sociedad en su conjunto. Si la sociedad se encuentra desfigurada por desigualdades injustificables u otras formas de injusticia y el gobierno no las combate, su legitimidad entra en cuestión. Naturalmente, se abre aquí una segunda puerta para el disenso: ¿quién decide cuál es el programa de justicia para una sociedad? Dicho de otra manera, si las leyes no se obedecen porque posean autoridad (nos gusten o no: ahí está la ley antitabaco para un fumador empedernido, la ley del aborto para una persona religiosa, etc.), sino según si sean apropiadas o no para cumplir un programa sustantivo, la autoridad corre el riesgo de desaparecer como tal. Así, la legalidad española podría ser conculcada por aquellos ciudadanos catalanes que entendiesen que la independencia es un fin que esa legalidad obstaculiza, sin entrar en mayores consideraciones.
Dicho de otro modo, desligar la legitimidad de la legalidad también plantea problemas: En el fondo, son los problemas contenidos en la afirmación weberiana de que la legitimidad depende de la creencia en la legitimidad. Si un gran número de ciudadanos catalanes percibe la legalidad española como ilegítima, con independencia de (i) las razones que explican la generalización de esa percepción y (ii) de la legitimidad de origen de esa legalidad, se plantea un problema aparentemente insoluble. O quizá no.
La legitimidad democrática en el Estado de Derecho
Dos son, llegados a este punto, las soluciones disponibles, que a su vez pueden resumirse en una: la combinación de elementos democráticos y liberales en el proceso político de creación de las leyes.
Cabe así apelar por un lado, como hacía el malogrado Rafael del Águila, a la concepción deliberativa del poder propia de autores como Hannah Arendt y Jürgen Habermas. De modo que una acción, norma o institución será legítima si ha sido justificada como tal en un procedimiento de deliberación pública que se rija por reglas tales como la libertad e igualdad de las partes, la ausencia de coacción y el principio del mejor argumento. Se trata, obviamente, de un ideal cuya consecución práctica no resulta sencilla, pero que subraya las virtudes del marco liberal-democrático como espacio para una conversación pública de la que emana la legitimidad de las normas.
No obstante, la configuración democrática de la legitimidad no es suficiente por sí sola. ¿Qué sucede si los ciudadanos acuerdan, mediante un procedimiento democrático impecable, limitar o vulnerar los derechos de las minorías? ¿Está la voluntad de los ciudadanos catalanes expresada en referéndum (dejemos al margen el porcentaje de participación) por encima del Tribunal Constitucional? Sartori es contundente al respecto: "Quien dice regla de la mayoría olvidándose de los derechos de las minorías no promueve la democracia, la sepulta". Y cita a Kelsen, quien sugería que la veracidad de esta afirmación la comprobaba inmediatamente quien, habiendo votado con la mayoría, cambia de opinión.
Es aquí donde entran en juego los contrapesos liberales presentes en autores como Kant, Rawls o Raz. Desde este punto de vista, un componente de la legitimidad es la neutralidad del gobierno en relación a las concepciones sustantivas del bien en sociedades posmetafísicas y por ello plurales. De hecho, esta pluralidad de concepciones del bien explica en gran medida la necesidad de autoridad y gobierno: defensores y críticos del derecho al aborto nunca se pondrán de acuerdo. De ahí también la necesidad de un conjunto de limitaciones institucionalizadas a la autoridad: la primacía de la Constitución, los derechos fundamentales, el imperio de la ley, la democracia representativa.
Así pues, la legitimidad democrática depende del respeto a un conjunto de principios, normas y procedimientos que garantizan las condiciones en que se desarrolla el proceso político y regulan su desarrollo. Naturalmente, hay un elemento tautológico en esta conclusión, porque esa legitimidad democrática no deja de depender de la creencia de la mayoría en la mayor razonabilidad o justicia de la misma por encima de otras concepciones -tradicional, carismática, legal- de la legitimidad. Y esto, a su vez, debe llevarnos a pensar en algo que, en el caso catalán, parece tener su importancia: el hecho de que la creencia en la legitimidad o ilegitimidad no es independiente de las condiciones de surgimiento de esa misma creencia; porque los contextos sociales cuentan. Es aquí donde se ve reforzada la importancia de los contrapesos descritos, porque difícilmente podría considerarse legítima una "voluntad popular" que emane de un marco social cuyas instituciones no respeten el principio de neutralidad, incluida la necesaria pluralidad de la esfera pública.
Y de hecho, es interesante constatar que -salvo que tuviese lugar una proclamación unilateral de la independencia que fundase ex novo una legitimidad específicamente catalana, difícilmente democrática a la vista de la pluralidad que todavía exhibe esa sociedad- una concepción democrática de la legitimidad abre la posibilidad de que los ciudadanos crean legítimo aquello que no lo es, contraviniendo así la intuición weberiana sobre el origen de la legitimidad.
Conclusión
En definitiva, si empleamos estas herramientas conceptuales para interpretar el caso catalán, resulta difícil estar de acuerdo con la idea de que presenciamos un "choque de legitimidades" entre dos presuntas legitimidades, la española y la catalana, que la legalidad española posea un déficit de legitimidad, o que la desobediencia civil de los ciudadanos catalanes pueda estar justificada. Hay procedimientos a la vez legales y democráticos para la modificación de las normas legítimas que los españoles -catalanes incluidos- se han dado a sí mismos. Más aún, el debate al respecto debería llevarse a cabo en un marco que garantizase la neutralidad institucional y el respeto a las voces de las minorías. Siempre y cuando sigamos prefiriendo la legitimación democrática de nuestra organización política a la ficción rousseaniana de una unánime voluntad general legitimada en el propio acto de su enunciación mística.






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