domingo, 12 de octubre de 2014

A LA REVOLUCIÓN POR LA DEUDA


RICARDO
PEDRO J. RAMÍREZ
Actualizado: 12/10/2014 04:53 horas
Este texto recoge la mayor parte de la traducción al castellano de la conferencia pronunciada por Pedro J. Ramírez el pasado miércoles en la sede de la Fondation Napoléon de París con motivo de la presentación en Francia de su libro Le Coup d'Etat, editado por Vendémiaire.
«Un granuja y un lunático encabezan el pequeño grupo de sans culottes que pasadas las tres de la madrugada del viernes 31 de mayo de 1793 han salido del Salón de Asambleas del Arzobispado de París y se han sumergido en la semipenumbra del extremo noroeste de la Île de la Cité». Así comienza Le Coup d'Etat, editado en España como El Primer Naufragio.
Fijémonos en el «granuja» y en el «lunático». El «granuja» es un aristócrata español, Andrés María Guzmán, especialista en pescar en aguas revueltas. El «lunático», un enragé, Jean Varlet, partidario de la «democracia directa». Su misión consiste en acceder al interior de Notre Dame para que suene en sus campanas el tocsin de la insurrección.
Cuando lo consigan, Guzmán será bautizado en el café Corazza y otros tugurios del Palais Royal como don Tocsinos. Quienes le pusieron ese apodo creían estar españolizando una palabra francesa. Pero según el Diccionario Robert, «tocsin» viene del provenzal «tocasenh» que a su vez tiene su raíz en la palabra castellana «toca». O sea que estaban españolizando algo que ya era español.
Es una buena metáfora de por qué 225 años después de su inicio la Revolución Francesa sigue influyendo sobre tantas personas en lugares tan remotos. La Revolución llega a lo más profundo de nuestra conciencia e impacta en conceptos esenciales, en valores y sentimientos preexistentes, que estaban ahí, durmientes, esperando a que algo poderoso percutiera sobre ellos...
No soy ni mucho menos el primer español que escribe un libro sobre la Revolución Francesa. Lo hicieron ya hombres tan ilustres como Flórez Estrada, Emilio Castelar, autor de un largo ensayo como prólogo para la Historia de Thiers, o el novelista Blasco Ibáñez, traductor de Michelet. Pero hasta donde llega mi conocimiento sí soy el primer español que ve publicado en Francia un libro sobre la Revolución.
Con toda modestia creo que este libro ofrece una aportación original fruto de mi investigación a través de fuentes primarias. Esa aportación es la comprobación empírica, semana a semana, día a día, hora a hora, de que el llamado Partido Girondino no existió jamás. De que la interpretación romántica, asumida con entusiasmo por la historiografía marxista, según la cual en el momento clave de la Revolución hubo una lucha por el poder entre dos partidos equivalentes -los jacobinos y los girondinos- y uno ganó y otro perdió, es una burda falsificación histórica. O para ser más exactos, tal y como ha venido defendiendo casi en solitario el profesor Sydenham desde hace 50 años, «un mito político fabricado por un pequeño número de jacobinos para servir a sus intereses».
Mi libro demuestra que hasta que en abril de 1793 las secciones más radicales de París elaboraron la lista de 22 diputados moderados que debían ser expulsados de la Convención por no votar de acuerdo con los deseos «del pueblo», nadie denominaba girondinos sino a los diputados de la Gironde. Fue el hecho de que 4 de los 22 tuvieran ese origen lo que permitió marcar con el mismo hierro a los demás.
Lo que planteo no es una mera cuestión semántica. Los jacobinos controlaban una maquinaria propia de un moderno partido político. Tenían una sede central -la de la rue Saint-Honoré- con delegaciones en todas las ciudades importantes. Tenían un grupo parlamentario: la Montaña. Tenían un líder: Robespierre. Tenían una administración afín: la de la Comuna de París. Incluso una fuerza armada: la guardia nacional de las secciones revolucionarias.
Enfrente no existía nada equivalente. Sólo un archipiélago de personalidades que habían votado de manera diferente ante la cuestión clave de la muerte del Rey, que en algunos casos ni siquiera se relacionaban entre sí y cuyo único denominador común era oponerse a las pretensiones de los jacobinos de monopolizar la Revolución. No es cierto como pretende Soboul que «la Montaña se había definido poco a poco por oposición a la Gironda», sino más bien que la Montaña -autodefinida ya desde la Asamblea Legislativa- había inventado a la Gironda para tener un enemigo al que oponerse, un chivo expiatorio contra el que canalizar las frustraciones colectivas y un traidor imaginario al que destruir. Una coartada en suma para hacer una demostración de fuerza que le permitiera someter a la mayoría desorganizada de la Convención; al principio por el temor, después por el Terror.
Si tuviera que resumir la tesis de mi libro en una sola frase utilizaría una del capítulo 4: «No estaban en la lista por ser girondinos sino que fueron girondinos por estar en la lista». Y eso significa que no fueron destituidos, arrestados, sometidos a un simulacro de juicio y guillotinados por ser girondinos, sino que pasaron a la Historia como girondinos por haber sido víctimas de todos esos actos de violencia y terrorismo político.
El orden de factores sí altera el producto y marca la diferencia o, más bien abre el abismo entre la democracia representativa y la autodenominada «democracia popular» o «democracia directa»... Que Guzmán -guillotinado junto a Danton- y Varlet -encarcelado durante años- sean luego víctimas del propio monstruo que han desatado forma también parte del paradigma. La esencia de ese paradigma es la utilización de un discurso ideológico para justificar la toma del poder por la fuerza, no por parte de un grupo ajeno al sistema sino de un grupo al que las urnas habían dejado en minoría.
Por eso lo que se vivió aquel primer domingo de junio en París no fue una «jornada revolucionaria» más -hay historiadores que todo lo blanquean con este eufemismo- sino un auténtico golpe de Estado, pues fue desde dentro de la estructura del Estado -la Comuna y el Departamento de París, la propia Convención- desde donde se fraguó la sublevación que convirtió a la mayoría en esclava de la minoría.
Es el modelo que copiaron los bolcheviques y que durante dos siglos han venido reproduciendo militares golpistas en todo el mundo. Sus coartadas también se parecen a las de 1793 pues siempre hay un enemigo exterior que amenaza las fronteras, siempre hay traidores como Dumouriez, siempre hay condiciones de pobreza como las que soportaban los sans culottes, siempre hay gobiernos incompetentes capaces de locuras como la incontinente impresión de los asignados, siempre hay personajes que necesitan radicalizarse para tapar su corrupción como ocurría con Danton, siempre hay apóstoles de la violencia como Marat y fanáticos de la virtud como Robespierre.
No hay mejor termómetro que la Revolución Francesa para demostrar el aserto de Benedetto Croce de que la «Historia es siempre contemporánea». Cuando publiqué mi libro en español surgió el movimiento de los indignados inspirado por Stephane Hessel. Muchas de sus pancartas incluían los mismos eslóganes que repetían los enragés en 1793 contra los diputados, los banqueros y los comerciantes.
Ahora que se publica esta edición francesa, la tercera fuerza política en intención de voto en mi país, Podemos, justifica la utilidad histórica de la guillotina, ensalza a Robespierre y Marat y propone medidas económicas similares a las que sirvieron a los jacobinos para cavar su propia tumba. Su líder Pablo Iglesias participa en los programas de televisión rodeado de la misma mística que acompañaba las apariciones del Incorruptible en el club de la calle Saint-Honoré. En lugar de una peluca empolvada exhibe una larga coleta y una cuidada barba que impactan especialmente en el electorado femenino. Habla sin levantar la voz pero actúa, como el diputado de Arras, como si estuviera subido sobre un púlpito.
Si lo viera Condorcet, volvería a escribir algo parecido a lo que escribió el 9 de noviembre de 1792 en la Chronique de Paris: «La gente se pregunta por qué tantas mujeres siguen a Robespierre... Lo que pasa es que la Revolución es una religión y Robespierre ha creado una secta: es un cura que tiene sus devotos... Se dice amigo de los pobres y de los débiles... Se ha hecho una reputación de austeridad que apunta a la santidad». Sólo cuando llegó al poder supieron los franceses a dónde les llevaba su virtud.
No deja de ser significativo que mientras en Francia el descontento se canaliza a través del Frente Nacional en España suceda a través de Podemos. De nuevo en la Historia la extrema derecha confluye con la extrema izquierda en la enmienda a la totalidad al sistema. Ambas se alimentan de la corrupción de la casta dominante y ahí está como último ejemplo el escándalo de las tarjetas de crédito opacas que casi cien altos cargos utilizaban en un banco salvado con dinero público como Caja Madrid. Su descubrimiento ha causado a los españoles la misma indignación que causó a los franceses el descubrimiento del libro de tapas rojas en el que Luis XVI apuntaba las asignaciones secretas a sus cortesanos.
No podemos olvidar, como ha dicho el otro día el historiador Patrice Gueniffey en Le Figaro, que «la deuda pública provocó la Revolución». Es imposible imaginar de qué manera caería hoy la Bastilla pero la huida hacia delante de los gobernantes europeos, incapaces como Turgot y Necker de recortar el gasto público «por miedo a suscitar una coalición de descontentos» no puede continuar indefinidamente.
Si las cifras de la evolución de la deuda pública en Francia dan miedo, en el caso de España deberían desatar directamente el pánico. Durante los dos años de Hollande en el Elíseo la deuda del Estado francés ha subido diez puntos desde el 85% al 95% del PIB. Durante los tres años de Rajoy en la Moncloa la deuda del Estado español ha subido nada menos que treinta y dos puntos: desde el 67% al 99%.
Si Le Figaro ha bautizado vuestra escalada de «himalayesca», ¿cómo habría que denominar la nuestra? «Suprahimalayesca», tal vez. Pero nuestros medios de comunicación son mucho más conformistas que los vuestros. En todo caso cuando se alcanzan esas alturas, unos metros más o menos tampoco suponen demasiada diferencia. Lo que está claro es que con tales niveles de endeudamiento cualquier turbulencia política o económica puede disparar la prima de riesgo e incluso cerrar los mercados de capitales a nuestros gobiernos. Eso sí que crearía automáticamente una situación prerrevolucionaria tanto en España como en Francia.
Las mayorías parlamentarias están más organizadas hoy que en la primavera de 1789 o 1793 -demasiado organizadas de hecho- pero siguen sin darse cuenta de que sólo la reforma decidida de cuanto hay de injusto e ineficiente en nuestra sociedad evitará su quiebra violenta. Porque la Revolución triunfa cuando la moderación apesta. Ese es el tocsin que he tratado de hacer sonar con este libro.


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